...la íntima relación entre lo que se dice, cómo se lo dice, a quién se lo
dice (aunque uno se diga pavadas a uno mismo) y las consecuencias que estos
“decires” pueden acarrear sobre uno y el universo que lo circunda a una, ah y
sobro todo al prójimo o próximo, que generalmente suele resultar algún “él”:
(pareja, novio, amigo con derecho a roce, amante oficial, estable o inestable,
etc.)
Por eso el poder femenino no debería subestimarse así porque si. Claro está que,
si las mujeres hacemos una autocrítica en dicho sentido, corremos el riesgo de
estar de acuerdo con los hombres, y que es un peligro enojarnos hasta hacernos
juramentar porque nuestros juramentos pueden llegar a conjurar a los astros y
hacerse realidad.
Y la primera víctima que oficia de blanco móvil perfecto es nuestro, novio,
amante, cónyuge, consorte o media naranja, depende como queramos llamarlo a esas
alturas de los acontecimientos.
Para corroborar e ilustrar esta historia enumero algunos hechos, que pondrían la
piel de gallina hasta de un cactus, a los efectos de sugerir no tomarse tan a la
ligera, las advertencias femeninas y tomar algunos recaudos a modo de
prevención, si es que esto fuera posible. Mi estimado masculino: mejor prevenir
que curar.
Por ejemplo, caso “A”, tengo una amiga, muy pasional, ella, que es celosa de
todo y de todos pero, por sobre todas las cosas de: su novio. Es famosa la
anécdota que siempre cuenta con su ex, de que una vez, en plena cena se planteó
una discusión entre los dos.
En un tira y afloje infernal. Hasta que ella se cansó y harta le lanzó la
temible frase: “ojala te indigestes”. Y dicho y hecho, en menos de que canta un
gallo, él no pudo comer más ni en toda la velada, ni en el resto de las veladas
por siete días consecutivos más.
Si, claro, también cualquier neófito sabe que, discutir durante las comidas es
lo mismo que propinarle una patada de centrodelantero al estómago y que redunda
en que así tomemos un te, el mismo haga un efecto infernal.
Pero del dicho al hecho, se ve que no hay mucho trecho. El habiéndose atenido a
las consecuencias nunca intentó dudar de la veracidad de los dichos de su mujer
y de su poder de vaticinio, primordialmente.
Por supuesto que dicha anécdota fue comentada al novio actual de mi amiga, para
que este prevenido de que no la haga enojar hasta el punto de provocarle el
exabrupto de una maldición.
El, atento a la narración, profirió una sonrisa benévola, divertido con el
asunto pero no se lo tomó en serio. Primero dudó que su doncella fuera capaz de
semejante artimaña exquisitamente femenina y en segundo término, pensó, que de
ser posible jamás atentaría contra él.
Grave error. Creyó, cuando lo experimentó en carne propia. Ocurrió cierto día
que a él se le antojó una salida sin ella. Ella, ni lerda ni perezosa y sin
vislumbrar el cielo todavía porque recién acaba de despedirse de Morfeo, (el
Dios del Sueño), le auguró: “Ahora vas a ver, van a llover enanos de punta”.
El, sin ser un experto meteorólogo, supuso que si el tiempo venía aguantando
toda una semana sin llover, no tendría porque ser, justamente, ese día la
excepción a la regla.
Otro grave error de subestimación. Porque siguió confiando en que esa leve
claridad que se veía podía ser una apuesta segura de que Febo asomaría en
cualquier momento.
Pero no, cualquier vestigio de claridad desapareció instantáneamente después que
el hubiera cerrado la puerta. No sin antes oír y bien clarito, el augurio de su
media naranja.
Posterior a un timbre persistente en la puerta, cinco minutos después de la
partida, ella recibió victoriosa a su Romeo, empapado, ensopado y tiritando de
frío, que se había ido lo más campante de cuerpito gentil y sin paraguas a una
salida solo y sin ella.
Por supuesto ambos hicieron mutis por el foro y solo en algunas suculentas y
truculentas discusiones el tema sale como trapito al sol de la pareja. Por la
durabilidad de la misma, echaron un manto de olvido al asunto.
Hasta que no hay dos sin tres, volvió a pasar. En otra ocasión, el segundo hecho
del que fuera objeto la misma víctima se cuenta a los efectos de aportar pruebas
que puedan conducir a la aceptación de la veracidad de que las condenaciones
pueden surtir efectos. Sea una susceptible a ellas o no.
Esta vez el intercambio de idea entre los tórtolos, se debía a que su novio,
hombre grande ya, estaba empeñado en volver a andar en bicicleta y demostrar sus
dones deportivas.
A pesar de que hubiera pasado mucho tiempo antes de volver a subirse a una. Ella
le tuvo la misma paciencia que se le tuviera a un niño, pero después que él le
recordó que se iría en esa bicicleta, prestada por la mejor amiga de ella, a lo
de su mamá, la cosa llegó al colmo.
Mi amiga viró el color de su rostro, de una apacible rubicundez a un rojo bordó
virulento. Trato de reprimir su ira y apostó a la apacibilidad de unos mimos
para disuadirlo.
Le mostró que el plan “A” de visitar a su mamá no era buena idea, en ese momento
en que estaban juntos. Y, después, vencida, trató de disuadirlo de que era una
locura hacerlo en una bicicleta con la que no estaba familiarizado.
El insistió: “esto es como nadar, no te lo olvidas nunca”. Con esa intención,
trepó a la bici. Quise sugerirle que primero la reconociera, tomara confianza y
después de allí hiciera la acrobacia que quisiera, pero lo medité y para no
herir su ego, cerré el pico.
Mi amiga, no obstante, ejerciendo su derecho de pareja, no se quedó callada. Al
tiempo que explotaba vencida por la testarudez de él, le gritó: “te vas a matar
con esa bicicleta”.
El, tomando entusiasmo con la velocidad, no alcanzó a hacer unos cuántos metros
e intentar cruzar la calle, que hizo que la profecía se cumpliera, con una
veracidad alarmante.
Y la acrobacia concluyó en un bloopeer, dando él una vuelta en el aire y cayendo
despatarrado en la vereda. Ambas corrimos presurosas para ver que no se haya
roto nada.
Efectivamente, evidentemente, la invocación de mi amiga es selectiva y contra
daños y prejuicios. Porque exceptuando el dedo chiquito del pie, que quedó con
un tinte morado, como recordatorio que jamás debe volver a contradecir a su
dama, y el orgullo herido, ninguna parte de la anatomía sufrió ningún efecto
colateral.
Mi camarada no solo fue hacedora de maldiciones para la posteridad, también fue
una víctima más de los expedientes X de las maldiciones caseras.
Una vez quise convencerla de que la noche estaba mala y fea para salir. Mis
argumentos eran que no se fuera, que era tarde, que esperara hasta la mañana y
que sobre todo que no viera al sátrapa del novio de ese momento.
Pero también fue improductivo. Salió igual, convencida de hacer su voluntad,
sobre todo llevarme la contraria y con todas sus ínfulas decididas a no hablarme
más por entrometida.
Tiempo después mientras nos pedíamos perdón por ofensas mutuas, me dijo que la
próxima vez que tratara de disuadirla no echara a mano predicciones nefastas.
Me cuenta que, apenas dio unos pasos por la cuadra, de casa que ha caminado por
años y conoce de memoria, una rotura de una baldosa, que no estaba calculada en
sus planes, le jugó una mala pasada a sus tacos y quedó desparramada y
despatarrada en el medio de la vereda con todos los perros de la cuadra
ladrándole.
Que se irguió lo más rápido que pudo con esa dignidad de Pato Donald que supo
conseguir y desechó la ayuda de muchos caballeros que solícitos acudieron en su
auxilio.
Mientras se contoneaba, despertando ratones y disimulando un tobillo que
empezaba a engrosar sus medidas. Es un hecho demostrado a fuerza de pruebas
vecinales que los perros no soportan a los petisos, muchísimo menos a los
ostentosos y que se andan cayendo por ahí, una cuestión de estatura, parece.
Así que con el porrazo encima, el orgullo herido y todo, para ser fiel a si
misma, igual que su actual novio, se fue igual. Encima se peleó con el ex.
En fin, creer o reventar. Ergo, por las dudas no provoque a nadie que sepa que
es fácil de andar murmurando y rumiando conjuros, maleficios y cosas raras, por
ahí. Ya se sabe, las brujas y las maldiciones no existen. Pero que las hay, las
hay.
Autor: Mónica Beatriz Gervasoni
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